
Esto es lo que escuché cuando empecé a imaginar D-LAB, hace quince años. Esto es lo que se puede decir a una mujer joven, sola, inexperta, cuando se aventura en un sector tan especializado como incipiente.
D-LAB fue mi primer proyecto profesional, sí. Y precisamente. Esta virginidad, en lugar de perjudicarme, me hizo ganar un tiempo increíble.
Porque tenía el síndrome de la buena estudiante, y no malos reflejos. Porque mi energía no solo estaba intacta, sino que era inmensa.

Y me hizo falta para ser fiel a mi visión. Para aprender todo. Llamar a todas las puertas, interrogar, escuchar, construir la experiencia más fina posible. Y formar un equipo convencido, como yo, de que "atacar" a la industria no estaba reservado a los grandes, a los fuertes, a los endurecidos.
Se suponía que debíamos, tal vez, tener miedo. Pero la industria, a mí, nunca me ha asustado.
Al contrario, siempre me ha dado envidia. Porque engendra, porque da vida. Una facultad tan poderosa y natural al frente de una fábrica como de una familia.
Este deseo de fabricar, de crear, de hacer y de hacer bien. Este gesto que compromete mis manos, mis entrañas, mi nombre.
Esta evidencia de asumir y encarnar mi visión, cuerpo y alma.
Es la misma para mí como mujer, madre, amante, emprendedora. Todo procede de un mismo impulso vital e instintivo.
Es este impulso fundador el que nos ha llevado y nos ha permitido construir, piedra a piedra, nuestro saber hacer en nutricosméticos. Acumulando información y encuentros, siguiendo cien pistas diferentes para seleccionar un solo activo, controlando y verificando todo, en cada etapa. No confiando en nadie. Convirtiéndonos en los únicos dueños de nuestro destino. Con nuestras plantas, nuestras máquinas, nuestra fábrica.
Si D-LAB es una marca pionera y singular, también es porque yo fui esa mujer pequeña y sola.
Y que siga escuchándome bien.
Flor Phelipeau
Fundadora del Grupo D-LAB